7 de junio de 2012

El baúl.

Eran las cinco en punto de la madrugada. Comprobó que la calle estaba desierta y metió el baúl en el maletero del coche. Pesaba mucho. Las manos le brillaban debido al sudor que le producía el pánico por el asesinato que había cometido aquella noche. “Fue un accidente. Yo no quería matarla”. Arrancó y se incorporó a la calzada, teniendo cuidado de indicarlo con el intermitente. Giró a la izquierda y confirmó su sospecha: una patrulla de policía le seguía a una distancia prudencial.
Empezó a ponerse nervioso. Dio la vuelta a una rotonda sin dejar de mirar por el espejo retrovisor. El coche de policía continuaba ahí. Paró en un stop, en dos, en tres. Nada.
Decidió modificar el rumbo y se incorporó a la autovía de forma extrañamente pausada. Le incomodaba el mueble que llevaba atrás. Era herencia de su abuela, una pieza de anticuario del que ya se habría desprendido de no ser por ese maldito coche que llenaba de miedo hasta el más recóndito espacio de aquel vehículo que se había convertido en coche fúnebre por casualidad.
El sonido ronco de la sirena le hizo palidecer. “Pare en el arcén”. Quiso huir, pero las piernas no le respondieron.  Bajó lentamente la ventana pero su mirada permaneció perdida en el horizonte.
“Enhorabuena, señor. Acaba de ganar el premio al mejor conductor del año. Ha sido usted elegido aleatoriamente de entre aquellos que mantienen inmaculado su expediente de tráfico y hemos constatado que, efectivamente, no comete usted infracción alguna. Solo nos queda comprobar que lleva en su vehículo todos los accesorios obligatorios. ¿Puede abrir el maletero, por favor?”

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