No podían salpicar más las cascadas de mis ojos. Aquel río fluía por los valles y barrancos de mi rostro hasta sacudir en tibios temblores mi cuerpo enmarañado de angustia. Ausencia de palabras. Soledad inesperada. Profunda tristeza. Solo un desarbolado llanto se escuchaba en el silencio de aquella plomiza tarde de otoño. "¿Dónde estás, hijo mío?".
No hay comentarios:
Publicar un comentario