15 de enero de 2012

El sillón Pierrot

De repente lo vio y la sangre se le congeló en las venas. La recóndita ciudad asiática en la que se encontraba para comprar carísimos muebles exóticos era el único lugar del mundo donde jamás habría sospechado encontrar aquel trozo de su vida perdido durante su infancia.
Sin embargo, allí estaba, en el rincón de una pequeña estancia decorada en estilo feng shui en aquella extraña exposición internacional de interiores minimalistas de ensueño a la que había acudido a última hora más por salir de la rutina que por interés en el potencial mobiliario susceptible de una inversión de su capital.
No lo dudó ni un instante. Avanzó un paso e hizo la pregunta en voz extremadamente alta. ¿Cuánto piden por él? No está en venta, señor. Sacó su cartera pausadamente y colocó un talón en blanco sobre una cómoda art déco de madera de coco encima de la cual posaba sonriente una bailarina de Dégas. Ponga usted la cantidad que considere oportuna. No escatimaré un solo céntimo.
A su espalda se escucharon unos pasos seguidos de una voz femenina. Ya lo ha oído: el sillón Pierrot no está en venta. Es una pieza única en el mundo. Sospecho que lo sabe.
Claro que lo sabía. Aquel sillón de época que había sido restaurado en colores chillones y recortes de diferentes tapices, había pertenecido siempre a su familia. Su actual estilo naïf le daba un aire ingenuo y moderno pero el diseño de su estructura delataba la dilatada vida de aquel exquisito mueble. ¿Qué era aquello tan especial que le hacía ser una codiciada pieza de coleccionista? Una sola cosa: incrustada en su brazo izquierdo continuaba intacta la carta que él mismo escribió a su madre poco después de que falleciera en aquel fatídico accidente. Se acercó, cerró los ojos y recreó párrafo a párrafo el contenido de aquella página.
Querida mamá:
Sé que allá donde estés es un sitio muy cerca de mi corazón. Te escribo esta carta sentado en tu sillón favorito; sí, ese en el que tú te recostabas cada mediodía en primavera para disfrutar de los rayos de sol que se colaban por la ventana. Tu refugio de pensar, lo llamabas. Ahora es el mío.
El brazo izquierdo sigue estando roto. Nunca pensé que la lupa del abuelo pudiera quemar esta tela picassiana tan bonita.
Ya nadie se sienta en él. Solo yo. Los abuelos van a venderlo. No soportan mirarlo y no verte acomodada en él. Por eso hoy me despido un poco de ti, porque esta tarde va a venir una señora que es anticuaria y se lo va a llevar. Pero no te preocupes, te prometo que cuando sea mayor dedicaré todo mi tiempo a buscarlo. Hasta entonces, dejo esta carta tapando el agujero, para que cuando te asomes a él, puedas leerla.
Te quiero, mamá.
El sillón Pierrot - Ángel Luis López Pérez
La letra era infantil pero clara y de trazos rotundos. Se le humedecieron los ojos. La voz de la mujer le hizo mover la cabeza hacia un lado y, al hacerlo, las lágrimas que recorrían sus mejillas cayeron sobre la hoja amarillenta. Las palabras se volvieron borrosas de repente y un riachuelo de tinta comenzó a desbordarse por la tela hasta dejar el sillón en el tapiz original en el que fue concebido.
¡Nooooo! – gritó la mujer. - ¡Otra vez nooooo!
Un silencio incómodo se coló en la estancia. La anticuaria alargó su mano huesuda y llena de anillos hasta la cómoda, recogió el talón y, con gesto cansino, lo rompió en pedazos. Después, sacó un sobre de su bolso y lo colocó donde antes había reposado aquel cheque que valía media vida.
Sin apenas mirar al desconocido, comenzó a alejarse lentamente, abandonándose al murmullo que brotó de su garganta como sin querer: “Desde que lo compré, este siempre ha sido un mueble con vida propia. En el sobre encontrará las instrucciones de uso. El sillón es suyo, señor”.