12 de febrero de 2012

La boticaria

Cuento consentido para Sandra, a la que quiero.

I
Llegó a su nuevo lugar de trabajo con la recomendación de una conocida bajo el brazo. Se presentó con la voz baja y la mirada altiva. Sabía que, por mucha teoría que habitase en su cabeza, desconocía las fórmulas magistrales que hacían de aquella botica la más valorada de la comarca.
No era su primer trabajo, pues antes había ejercido en sofisticados establecimientos de barrios donde la clientela pertenecía a la alta sociedad, lo que le hacía aventurar que en aquel pueblo en el que la mayoría de la población poseía un cociente intelectual menor del que ella presumía, iba a postularse como un pilar imprescindible para aquellos a quienes empezaba a mirar, aun sin haber bajado de aquel autobús cochambroso, por encima del hombro.
II
Abandonó la botica decorada con maderas nobles por los desencuentros diarios con su dueña. Ambas habían estudiado idénticos remedios y se habían convertido en grandes amigas. Trabajar juntas siempre fue el deseo que se vio cumplido cuando, en un golpe de suerte, su amiga Marina heredó una pequeña fortuna que le permitió hacerse con aquel local de principios del siglo lleno de recuerdos del pasado que siempre las había entusiasmado. Fiel a un público de edad avanzada que requería de un trato tradicional, la farmacia empezó a experimentar unas ganancias extraordinarias que pronto se convirtieron en el inicio de sus problemas.
Petra sugería sofisticados remedios medicinales que exigían grandes inversiones de dinero y tomaba decisiones a espaldas de aquella a quien llevaba tanto tiempo unida. Parecía que el negocio le perteneciera por completo, algo que Marina cortó de raíz recordándole, de muy malos modos, quién era la única dueña de aquel cortijo.

Humillada, dejó atrás amistad y trabajo con una espantada en toda regla, haciendo uso de los delirios de grandeza adquiridos en aquella burguesía desfasada en la que se había criado, y segura de que, en menos de que cantara un gallo, su amiga iba a suplicarle que volviera porque sin ella la botica no funcionaría. Y como aquello jamás sucedió, pues el orgullo de ambas era infinito, ahora se veía abocada a empezar de nuevo aprendiendo formas farmacéuticas en aquel entorno rural que tanto había despreciado.
III
La dueña de su nuevo hogar laboral era joven e inexperta, aunque estaba bien asesorada por unos mancebos que habían sido instruidos por algunos de los mejores drogueros del país. Ungüentos, aceites, pociones, cervezas, jarabes, vinos…, realizados por ellos mismos, mantenían la salud de aquella población de manera intachable. Si conseguía aprenderlo todo, podría volver y hacer la competencia a su amiga desde aquel local de enfrente en el que antaño se fijaron ambas para ampliar su negocio.
Cada amanecer, ataviada con su impoluto faldón de trabajo, estudiaba la forma de preparar fórmulas utilizando los remedios botánicos naturales que utilizaban los que, no hacía mucho, eran aprendices y ahora sus maestros, algo que le molestaba profundamente. Preguntaba, insaciable, cualquier cosa que pudiera servirle para poder dominar todo el conocimiento del que eran poseedores aquellos seres que, en su interior, consideraba infinitamente inferiores a ella y que, a la vez, eran el alma de aquel negocio tan increíblemente rentable y valorado.
IV
Pasados unos meses en los que tuvo la oportunidad de poder demostrar su valía ante su joven dueña, esta decidió que era hora de viajar por el mundo en busca de otros remedios científicos que incrementaran el valor de lo que allí se hacía y, sin previo aviso, Petra se quedó al cuidado de aquella botica y de aquellos mancebos.
Verse libre de dueña, pronto provocó en la boticaria el deseo de actuar como tal. Un veneno ponzoñoso cuya fórmula nadie conocía se apoderó de ella. El cambio en su manera de proceder y su inexplicable transformación en usurpadora del tiempo ajeno, hizo que nadie en la botica supiera qué hacer cuando, aun recluida en sus manuscritos dentro de la rebotica, aparecía cual sombra silenciosa escrutando con total descaro cualquier movimiento que se produjese en el local. De todos desconfiaba y a todos dejaba clara su nueva posición de mando, provocando situaciones que no hacían más que generar malos entendidos.
La boticaria (Ángel Luis López Pérez)
V
Su obsesión pronto se convirtió en motivo de escarnio público. Cualquiera se mofaba de ella cuando trataba de descifrar manuscritos naturalistas sin éxito alguno, fabricando las pócimas más grotescas que pudieran encontrarse en los tratados farmacéuticos más antiguos.
Pronto dejó de ser respetada pese a su evidente autoritarismo. Sus pisadas, anunciadoras del espionaje más vulgar, eran la antesala de murmullos recelosos y sarcásticas sonrisas.
Definitivamente había perdido la consideración y el respeto que se pedía para ella en su escrito de recomendación. Nadie lo supo nunca, excepto quien lo escribió, pero la finalidad de aquella carta no era otra que conseguir su curación y la de todos aquellos que siempre creen estar por encima del bien y del mal. “Boticaria venida a menos precisa antídoto para la soberbia. Le ruego le proporcione los ingredientes necesarios para su composición con el fin de investigar en ella un posible remedio para abatir la arrogancia de todos los de su especie”.