27 de junio de 2019

Y que las diez no dieran nunca en el reloj...

Mis abuelos paternos eran panaderos. Los veranos de mi adolescencia los pasaba en su casa, en un pueblecito zamorano del que conservo las raíces, aunque no sea mío. Allí acampaba libre de las ataduras que en la ciudad tanto me agobiaban debido al miedo tan irracional como absurdo de mis padres hacia las salidas fuera de la casa si no era con ellos.


En aquella casa que ahora es de mis padres, yo fui muy feliz. Mis abuelos y mis tías me daban la libertad que no tenía en la ciudad. Tampoco es que hiciera nada excepcional, pues la época era la que era. Eran actividades nada extraordinarias para cualquiera de mi edad, aunque no para mí entonces. Me encantaban los paseos por la carretera bordeada de girasoles con los amigos; las meriendas en la bodega con la pandilla; las excursiones a los pinares en los tractores para comer el hornazo; las conversaciones íntimas con mis mejores amigas, que lo siguen siendo; y, sobre todo, los bailes con orquesta de las fiestas. Lo que yo bailaba... No me perdía una canción. Era como si quisiera apresar los momentos bonitos en torno a mis pies. Eso eran para mí las vacaciones, mucho mejores que los días en la playa, que también me gustaban, pero que no se acercaban al torbellino de emociones que provocaba en mí poder vivir un tiempo fuera de la dependencia paterna.


En la casa de mis abuelos, el cuarto de horno era una estancia adosada a la vivienda. El mejor recuerdo que tengo es el de despertarme con el aroma que desprendía el pan recién cocido. Mi abuela me guardaba cada día un poco de la masa madre a la que daba forma aplanada y redonda que ella llamaba bollas, que freía en abundante aceite a la que espolvoreaba azúcar y que se convertía en mi desayuno preferido. El olor a pan recién hecho se convirtió irremediablemente, además del mejor recuerdo de mi infancia, en el regalo de poder ver a mis abuelos con una nitidez asombrosa en cualquier momento.


En las horas de la siesta, el único periodo de paz en una casa donde el ruido de las voces revoloteaba siempre en el ambiente, (“chacho, ¡no discutáis! ¡Solo estamos hablando!, y nos echábamos todos a reír”), no había nada que me gustara más que subir al "sobrao" a revolver en los baúles que contenían ropa antigua que me probaba un día sí y otro también, y esconderme para escuchar música agazapada en un rincón del cuarto de horno, envuelta en el calor quieto y fogoso que había desprendido la leña de encina con la que mi abuela hacía aquel pan que duraba tierno una semana y los dulces que sabían a hogar y a familia.


Aquellas horas de música que yo misma grababa en cintas de los programas de radio que regalaban peticiones al oyente, y que custodiaba como si fueran el mayor tesoro para escucharlas en aquel radiocasete  primerizo que mi padre me había regalado, han vuelto a mi memoria hoy, más nítidas que en otras ocasiones, en forma de canción. Escucharla me ha devuelto el aire fresco de mis días de adolescente, cuando imaginaba pasiones y desvelos con los ojos muy abiertos a la vida.


Y un estribillo por encima de los demás..., “ y que las diez no dieran nunca en el reloj"...


Porque en la casa de mis abuelos, las diez sí que podían dar en el reloj y entonces comenzaba la tertulia en la puerta de cada casa. Pero esa ya es otra historia...